Las sensaciones que pude tener sobre la Huerta de Murcia hasta bien entrada mi juventud no difieren mucho de lo que el escritor Miguel Ángel Hernández describe en su novela “El dolor de los demás”: “un mundo viejo y pequeño, cerrado y claustrofóbico, un lugar donde pesaba el aire”. Un espacio, del que, como le pasaba al propio Miguel Ángel, deseaba continuamente huir. “En la huerta me sentía aislado, fuera del mundo. Nunca me apasionó vivir entre limoneros, jamás me llegué a sentir integrado en aquel sitio en medio de la nada”. Amaba profundamente el desarrollo y el progreso y aquello me parecía una prisión donde se había detenido el tiempo y donde todo el mundo te observaba y te juzgaba continuamente. El propio autor de Los Ramos lo describe magistralmente al recordar de lo que había huido “…de ese control, de esa pulsión de chisme, de esa especie de derecho que parecen tener los otros a preguntar y a ordenar la vida ajena, y sobre todo de esa necesidad de justificación constante de las cosas que uno hace”.
Pero la vida te pone delante acontecimientos que no esperas, esos en los que tomas conciencia de tu propia historia. Y resulta que percibes que aquello de lo que intentas huir eres tú mismo. Se produce entonces un proceso de lenta reconciliación con tu pasado y empiezas a redescubrir afectos y a reconstruir las relaciones con aquellos que te quieren y el paisaje, que envuelve todo esto, empieza a reconocerse con un brillo diferente. Los limoneros, los brazales, los carriles te recuerdan a ti mismo, son parte de ti. Pero no pensemos esto de una forma bucólica o romántica. Encierran lo bueno y lo malo que hay en ti, tus miserias y tus virtudes. Porque ellos están construidos, utilizados, mantenidos y destruidos por esa cubierta que apenas percibes pero que lo empapa todo, tu propia cultura.
Estas sensaciones que me han identificado con lo que Miguel Ángel Hernández escribe en su última novela, poco a poco pude descubrir que eran un sentimiento más generalizado de lo que pensaba. En algunos de nosotros se hacía presente en forma de huida, otros sin embargo prefieren ocultarlo o destruirlo, como si nunca hubiera existido. Un buen amigo siempre ha comentado que somos un espacio de culturas superpuestas y que cada una de las culturas que ha terminado por asentarse sobre este rincón de la península ibérica lo ha hecho sobre los cascotes de la destrucción de la anterior. La verdad es que no sé si se puede llegar a afirmar tanto, pero es cierto que hay una idea más o menos generalizada de que el progreso se construye tapando, alicatando, sustituyendo o directamente eliminando aquellos elementos que nos recuerdan épocas pasadas.
Al margen de otras consideraciones que apuntaremos después y que espero que se vayan exponiendo poco a poco en este espacio, esta pulsión destructiva que sigue profundamente arraigada en estas latitudes es una desgracia. La cultura no es algo menor, es un sustrato que esta presente siempre pero que muchas veces cuesta trabajo advertir. La utilizamos continuamente pero pocas veces reflexionamos sobre ella o nos detenemos a observarla. Por eso son tan importantes las manifestaciones culturales que aparecen en forma de patrimonio material o inmaterial, porque son elementos que nos ayudan a tener una visión más completa de nosotros mismos y la sociedad donde vivimos. Si eliminamos esos elementos, si los ocultamos cada vez más, nos será mas difícil construir un futuro que se asiente sólidamente sobre cimientos que tienen en cuenta nuestras virtudes y defectos. Y lo que es peor, eliminaremos las manifestaciones que ayuden a los jóvenes a situarse en la construcción de sus referentes simbólicos y críticos, y estarán más expuestos a modas efímeras y muchas veces destructivas.
Sin embargo, el trabajo y la defensa de los elementos patrimoniales y de los valores culturales, que al fin y al cabo configuran la identidad, como apuntaba recientemente en un articulo David Trueba en El País, no son un punto de llegada sino de partida. Nuestra meta, nunca se nos puede olvidar que es construir una sociedad más libre, justa, tolerante, abierta y sostenible. Y en ese camino, nuestra identidad y los elementos que la representan juegan un valor fundamental porque nos ayudan a conocernos y a empatizar con otras culturas y sus valores. El camino inverso, el poner nuestra identidad como fin de todas las cosas, nos llevaría a la intolerancia. Por eso es tan importante no perder nunca el norte y estar atento a posibles manifestaciones que utilicen la cultura como excusa para el sectarismo.
Pero aquí no acaban las ventajas del trabajo por la defensa de nuestras principales manifestaciones culturales, como sugerimos anteriormente, existen otras consideraciones que vienen a reforzar nuestro planteamiento. Por un lado, el alto valor ecológico y ambiental de la Huerta de Murcia donde la amplia red de canales de riego son un elemento incuestionable e imprescindible. Y por otro, el nada desdeñable potencial económico de la maltrecha pero viva Huerta de Murcia, como motor de la sostenibilidad basada en los productos ecológicos y de economía de proximidad, que ha dado excelentes resultados en otras latitudes y que se presenta como una oportunidad al alcance de nuestra mano ante los retos ambientales que se nos plantean debido al Cambio Climático.
La acequia Mayor de Barreras, entre el Molino de Rey y el Molino de Oliver, es un trocito de huerta que ejemplifica como pocos lo que hemos tratado de transmitir en estas líneas. Y un buen lugar para empezar a construir y hacer ver que otra mirada es posible. Que es necesario mirar al futuro con esperanza, pensando y planteando soluciones que cuiden nuestro bagaje cultural y que sean sostenibles y respetuosas con nuestro entorno.